En septiembre de 1974 la violencia paraestatal de la Triple A recrudeció: decenas de asesinatos de militantes políticos y sociales se registraron junto con una brutal censura. El gobierno, en tanto, le preparaba el terreno a la dictadura.
“Ahora entramos a la Argentina Potencia con el pie derecho.” El eslogan del gobierno de Isabel Perón se completaba con otro que de inmediato llegó en forma de canción a los estadios de fútbol: “Vayamos todos juntos que juntos somos más”. A comienzos de septiembre de 1974, la publicidad oficial celebraba una medida gubernamental tomada semanas antes: la nacionalización de las bocas de expendio de combustibles, que quedaban en manos de YPF. Esa resolución no contemplaba la expropiación de las destilerías de empresas privadas.
Por si quedaban dudas, una foto del pie diestro de un automovilista pisando el acelerador ilustraba el mensaje: “Antes YPF extraía prácticamente el 100 por ciento del petróleo argentino… pero comercializaba solo el 50 por ciento de ese petróleo y sus derivados primarios. La certera medida de la señora presidente, María Estela M. de Perón, otorgando el 100 por ciento de la comercialización a YPF, ha cambiado las cosas. Por eso ahora, después de este ‘cambio’, al ‘acelerar’, sienta que, junto con el país, marcha rumbo a la Argentina Potencia con el pie derecho”.
En ese marco triunfalista, para festejar la sanción de la Ley de Contrato de Trabajo, la CGT convocó a un paro y se movilizó a la Plaza de Mayo. Era un intento de apoyo a la gestión presidencial, envuelta en una debilidad creciente y dominada por el superministro José López Rega.
La situación de la provincia de Córdoba evidenciaba en forma cruel el desconcierto en que se sumergía el oficialismo: el interventor Duilio Brunello era reemplazado por el brigadier Raúl Lacabanne. Ese cambio precipitó la instauración del terrorismo de Estado que se acentuaría con el golpe de 1976. Una muestra del caos: diez días después de la asunción de Lacabanne, la Triple A asesinó al exvicegobernador Atilio López y al exsecretario de Economía Juan José Varas.
La aceleración hacia la derecha iba a fondo y llegaba a la universidad pública. El arribo al Ministerio de Cultura y Educación de Oscar Ivanissevich significó un cambio radical en el área. El discurso que pronunció en el Teatro Colón para el Día del Maestro marcaba el rumbo de su gestión, guiada por “un nacionalismo cristiano y justicialista”, según su propio ideario: cuestionó la reciente huelga de CTERA, criticó el Estatuto del Docente y, en especial, se ensañó contra las “universidades sublevadas”. La “Misión Ivanissevich” estaba en marcha.
“No aceptamos que algunos quieran transformar la bandera azul y blanca en un trapo rojo”, lanzó Ivanissevich en aquel acto, rodeado de funcionarios, sindicalistas y militares.
Su discurso no desentonaba con el de otros sectores de la derecha tradicional: “Todos sabemos que no estamos ante un conflicto universitario, sino ante una conjura internacional que moviliza a algunos estudiantes más proclives al tumulto que al trabajo y al estudio”. Para el ministro, que ya había pasado por ese cargo durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón, el ingreso irrestricto a las aulas era inaceptable y estaba promovido por “grupos políticos contrarios a la liberación que desde los jardines de infantes a la universidad quiebran el orden constitucional lavando los cerebros a alumnos y maestros para tener maestros, estudiantes y profesionales frustrados que sirvan a sus designios extranjerizantes y subalternizantes”.
Por eso, conjeturaba, “para muchos lo que se impone es el cierre de las universidades subvertidas para asearlas, ordenarlas y normalizarlas”.
Esa mirada se transformó en una acción concreta: la intervención de la mayoría de las universidades nacionales. Los cargos fueron ocupados por representantes de la derecha en su amplia gama, en gran parte vinculados con sectores conservadores de la Iglesia católica.
Uno de los desembarcos emblemáticos ocurrió el 17 de septiembre en la UBA: el interventor era el fascista Alberto Ottalagano. Por varios días esa casa de estudios se mantuvo cerrada a través de asuetos que se fueron prorrogando hasta que asumieron los nuevos decanos en las distintas facultades.
Días antes de abandonar el cargo, el rector Raúl Laguzzi había sufrido un atentado con una bomba en su domicilio en el que falleció su hijo Pablo, de cuatro meses. La Triple A fue la autora del hecho. Ante esas circunstancias, Laguzzi pidió asilo político en la embajada de México.
Lugar común la muerte
En aquel septiembre, la organización paramilitar creada por López Rega desplegó una serie de atentados en todo el país: fueron asesinados los abogados defensores de los derechos humanos Alfredo Curutchet (11) y Silvio Frondizi (27), fundador del Frente Antiimperialista y por el Socialismo; su yerno, Luis Mendiburu, docente de la UTN, y Julio Troxler (20), sobreviviente de los fusilamientos de 1956 y exsubjefe de la Policía Bonaerense durante la gestión del gobernador Oscar Bidegain.
Además, el grupo terrorista difundió una lista con amenazas de muerte contra los artistas Héctor Alterio, Luis Brandoni, Norman Briski, Horacio Guarany y Nacha Guevara, entre otros.
El lunes 30, el mismo día en que eran asesinados en Buenos Aires el general Carlos Prats, excomandante en jefe del Ejército de Chile, y su esposa, el gobierno justicialista promulgaba la ley 20.840 –”Penalidades para las actividades subversivas en todas sus manifestaciones”–, en la que se endurecían las penas para delitos vinculados con acciones armadas y la libertad de prensa y que incluía la figura de “subversión económica”, mantenida por la dictadura militar y derogada recién en 2002.
El proyecto del Poder Ejecutivo, votado rápidamente por el Congreso, era también una respuesta al pase a la clandestinidad de Montoneros, anunciado de manera pública el viernes 6, y al impacto provocado por el secuestro de los empresarios Jorge y Juan Born, el jueves 19.
Tres días antes de entrar en la ilegalidad, el gobierno clausuró La Causa Peronista, una de las publicaciones de ese sector combatiente del peronismo. En el último número, Mario Firmenich y Norma Arrostito describían el secuestro y asesinato del exdictador Pedro Eugenio Aramburu en 1970.
En ese contexto, los diputados de la JP Tendencia Leonardo Bettanin y Miguel Zavala Rodríguez renunciaban a sus bancas. Con la instauración de la última dictadura, ambos cayeron víctimas del terrorismo de Estado.
Cada vez menos libertades
La censura del gobierno no solo se encarnizaba con las publicaciones de las organizaciones armadas o de orientación política de izquierdas. Hacia fines de mes le tocó a Satiricón sufrir la persecución oficial por ejercer, según su criterio, “un evidente ataque contra los elevados valores y costumbres del pueblo argentino”. La revista de humor era acusada de ser “una incitación constante a cometer delitos tipificados contra la honestidad de las personas”. El decreto de prohibición enfatizaba que las ilustraciones y el lenguaje usado en los 22 números editados contenían “un neto carácter pornográfico”.
Aquel número de septiembre mostraba en su tapa una caricatura de Susana Giménez golpeada –ojo morado, sin un diente, marcas en el cuerpo– y desnuda –un corpiño destrozado, solo cubierta por una bombacha raída– en alusión al estreno de su última película, La Mary, que protagonizaba con el boxeador Carlos Monzón, con quien había comenzado un romance durante la filmación.
“Quince rounds de sexo y violencia”, anunciaba la revista dirigida por el dúo Oskar Blotta-Andrés Cascioli. En su interior ofrecía una historieta –”El amor tiene cara de trompada”– en la que ironizaba sobre una pelea entre Susana y Carlos, una supuesta escena eliminada de la cinta por su director, Daniel Tinayre. En la parodia, Giménez vencía a Monzón y se iba con el actor Alain Delon, amigo del deportista campeón del mundo: “Era un paquete, lo maté”. Extraño humor de hace medio siglo, en una Argentina que había naturalizado convivir con la muerte.
Fuente: Caras y Caretas- Por Germán Ferrari
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