Para los apresados tras la represión en el Congreso, la máquina del terror siguió dentro del Servicio Penitenciario Federal, que depende en este gobierno del Ministerio de Seguridad.
Matías Ramírez vendía choripanes y gasesosas el día de la movilización contra la Ley Bases junto con un amigo. Había puesto su parrilla en el suelo en Entre Ríos e Yrigoyen, a metros del Congreso. Conoce el oficio, lo hace siempre, vende en las marchas, en la cancha y en recitales. En plena tarde, pasadas las 16.30, cuando se desató la represión, apagaron las brasas y empezaron a juntar las cosas para llevarlas al auto, a media cuadra. Estaba al lado del vehículo cuando se convirtió en uno de los 33 detenidos que terminarían acusados por delitos contra el orden constitucional y el agravante de terrorismo.
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Con la urgencia de liberar a los presos y preservar el derecho a la protesta
Al día siguiente, después de que lo indagaran en el juzgado de María Servini, empezó una nueva pesadilla cuando lo trasladaron junto con otros al penal de Ezeiza, del Servicio Penitenciario Federal (SPF). «Apenas entramos nos pusieron contra una pared y nos empezaron a tirar gas pimienta. Nos desnudaron y nos interrogaron. ¿Cuánto les pagaron por ir ahí, eh? ¿Y vos de qué agrupación sos? Ese tipo de cosas. Uno del grupo contestó que sólo peleaba contra la aprobación de la ley, y le metieron un cachetazo. A mí también. Después nos metieron en un pabellón con presos que ya llevan tiempo ahí», contó Matías a Página/12.
Así, a la vaguedad e imprecisión de la acusación formulada por el fiscal Carlos Stornelli contra las 33 personas que fueron detenidas la semana pasada, 16 de las cuales siguen en prisión, se agregan los malos tratos sufridos durante los arrestos, pero también dentro de las cárceles federales. Hubo quienes, tirados en el suelo, recibieron patadas y los uniformados les presionaban la cabeza con sus borceguíes. Quienes quedaron al borde de la asfixia. Un joven se desmayó por la presión de los precintos con los que le amarraron los las muñecas.
Además de la escena con gas pimienta dentro de la cárcel de Ezeiza que describe Matías, el tipo de interrogatorio que describe se repitió también para quienes fueron enviados al penal de Marcos Paz. El SPF depende en este gobierno del Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich, igual que resto de las fuerzas de seguridad. Es llamativo que en dos cárceles los penitenciarios patoteen con las mismas preguntas. ¿Será que había una instrucción?
«Hasta el chofer del camión que nos trasladaba nos interrogaba: ‘¿De qué organización sos?’, ‘¿En qué partido político estás?’ En cada fichaje volvían con lo mismo», le cuenta a este diario Remigio Ocampo, el vendedor de empanadas que cayó preso junto con su hija y su nieta. «En Marcos Paz lo mismo, y ahí uno me encaró y me quiso asustar diciéndome ‘mirá que soy malo’. Cuando nos estaban por soltar, nos gritaban que éramos unos ‘tirapiedras’. Yo le respondí que piense lo que se le cante. Cuando nos dejaron salir, nos quedamos en el medio de la nada. Por suerte habíamos podido avisar a nuestras familias», rememora. En esa cárcel no hubo golpes, pero sí violencia verbal.
Remigio dice que estaba tranquilo, pero con «sensación de impotencia» y cierto malestar porque en medio de los golpes y los gases había perdido el equilibrio. Sintió una angustia imparable al cruzarse con su hija Belén y con su nieta, Mía. El hombre de 64 años relata que al momento de la indagatoria le leyeron de qué se lo acusaba sin comprender del todo, aunque entendió que era algo grave cuando empezaron a hablar de «algo así como atentar contra el Estado, buscar un golpe de Estado». Por un instante creyó ver a la jueza asomarse y apurar a la defensora oficial. «Cuando me preguntaron dije la verdad: no había ido a manifestarme, y si hubiera ido a eso tampoco hubiera cometido desmanes. Stornelli faltó a la justicia», señala. Cuando se reencontró con otros y otras que ya habían declarado, agregó, «alguien comentó que había llamado Karina Milei para pedir que no nos largaran; yo no lo escuché pero eso dijeron».
Apelaciones
El viernes al anochecer se conoció la noticia de que Servini había decidido dejar en libertad a 17 de los detenidos/as y 16 quedaron presos, repartidos en distintos penales. Un dato llamativo: hay presos que están cumpliendo condenas en comisarías y ahora containers en la Ciudad de Buenos Aires, porque se supone que no hay lugar en las cárceles federales. Pero para los manifestantes, vendedores y transeúntes, de inmediato hubo lugar. El hecho es que tras la decisión de la jueza trascendió que el fiscal Stornelli había apelado la mayoría de las excarcelaciones, pero en su presentación —que los defensores/as no podían ver en el sistema— no había ningún elemento nuevo sino una repetición de su criterio: que los delitos son graves y no excarcelables, que ese solo hecho podría derivar en peligros procesales (intento de fuga o entorpecimiento de la investigación) y que como hay muchas medidas probatorias en trámite, conceder libertades es una medida prematura. Pese a que el Gobierno porteño había anunciado que aportó nuevas imágenes que fueron la base de la apelación, nada de eso aparecería en el texto de la fiscalía.
La lista de delitos que imputó Stornelli es disparatada, sin haber exhibido pruebas concretas hasta el momento: «Incitación a la violencia colectiva, a imponer sus ideas o combatir las ajenas por la fuerza o el temor, infundiendo temor público y suscitando tumultos o desórdenes, a la vez de erigirse en un posible alzamiento en contra del orden constitucional y la vida democrática, con el propósito de perturbar y/o impedir, aunque sea temporalmente, el libre ejercicio de las facultades constitucionales de los representantes de la Cámara Alta del Congreso de la Nación que se encontraban sesionando en relación a la denominada Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos presentada por el Poder Ejecutivo Nacional».
Agrega que se usaron «violentas vías de hecho», que hubo «atentados a la autoridad poniendo manos sobre la misma», «lesiones al personal preventor», «daños simples y agravados, en incendios y estragos dolosos, en algunos casos en la tenencia y utilización de material explosivo y/o incendiario». Al final plantea un agravante por actos terroristas.
De la planilla donde figuran supuestas razones por las que hay quienes quedaron detenidos/as (tirar piedras, atacar una moto, filmar el operativo, saltar una valla, patear a un policía), que están obtenidas de las actas policiales, se advierte que —más allá de la dudosa credibilidad— nada de eso explica un atentado contra el orden constitucional o los delitos graves que pretende aplicar la fiscalía.
A lo largo del lunes comenzaron a presentar sus apelaciones las defensas de quienes quedaron en prisión con argumentos variados: la pena en expectativa no puede justificar la detención de nadie, es como hacer un juicio anticipado de un caso que ni siquiera se sabe si avanzará, es establecer un prejuicio, volver al cuestionado concepto de «peligrosidad», además de que no hay explicación sobre el peligro de fuga o entorpecimiento. Estos conceptos aparecen, por ejemplo, en el planteo de la abogada María del Carmen Verdú en defensa de Camila Juárez Oliva, estudiante de Sociología de la Universidad de San Martín que sigue detenida. Otro abogado, Adrián Albor, planteó respecto de Nicolás Mayorga, detenido a veinte cuadras del Congreso, si discuten un «atentado a la autoridad» o «un intento de provocar el apocalipsis». También cuestionó la falta de fundamento de los peligros procesales, señaló a la «protesa social como la madre del resto de los derechos» y cuestionó al Gobierno por «reprimir y criminalizar». Son solo algunos ejemplos, la mayoría va en esa dirección.
Silvia, la mamá de Camila, participó en una conferencia de la familias de los detenidos/as por la mañana, junto con diputados/as, organizaciones y organismos de derechos humanos y llamó con insistencia a una concentración en Plaza de Mayo a las 16.30. También se entregará un petitorio con más de 40.000 firmas de Madres, Abuelas y Organismos Internacionales (ver aparte).
El Comité contra la Tortura había pedido informes tanto al Ministerio de Seguridad de la Nación como al de la Ciudad que informaran, un día antes, detalles sobre el operativo qué harían: responsables, efectivos, equipamiento autorizado, armamento. Ninguno de los dos respondió. El Comité monitorea también lo que ocurre en las cárceles y en unos días entregaría un informe.
Martín Dirroco, de 37 años, trabaja desde hace 18 años en Madygraf, una empresa recuperada en la que el es operario gráfico, aunque tuvo varias funciones. Ahora incluso trabaja en tareas de albañilería para agrandar la juegoteca de la guardería de la planta. Había ido a la movilización con compañeros/as de trabajo. «Estábamos en Congreso y empezamos a a sentir el gas lacrimógeno, nos empezó a arder la garganta, se ponía complicado y nos fuimos retirando, cada vez empezaron a escuchar más disparos, se veía la represión. Nos fuimos creo que por Avenida de Mayo, yo no conozco bien la Capital. La que nos lleva directo al obelisco. De repente empezó a venir mucha gente, intentamos irnos y aparecieron unas siete motos. Iban de a dos, el de atrás apuntaba. Se bajan, nos dicen que nos quedemos quietos. Disparan y gritan ‘todos contra la pared’. Empezaron los empujones y ahí me agarran y me tiran al piso. Me aferré a mi mochila para no golpearme», narra. Entre los lugares por donde lo pasearon, Martín pasó la noche en la alcaidía 4. «Tuvimos que dormir en un patio con las esposas puestas», cuenta. Cuando declaró contó lo que había pasado, que trabaja de ocho a cuatro y que se ocupa mucho de su hija de cinco años. «Tengo miedo de volver a quedar detenido, es injusto todo, quiero seguir con mi familia y mi vida normal», imploró.
Matías, el vendedor de choripanes (que heredó el oficio de venta ambulante de su papá, vendedor de garrapiñadas), de 40 años, recuerda el modo en que se largó a llorar, sin entender qué pasaba, cuando le dijeron que los llevaban a cárceles federales. Que después de la violencia con los gases y los interrogatorios dentro del penal de Ezeiza, cuando lo llevaron con los presos comunes, ellos le dijeron: «Ustedes son presos políticos, quieren que nosotros les hagamos daño, eso no va a pasar». «En efecto, nos trataron muy bien en un momento en que, además, estábamos incomunicados», dice con congoja. «Quien padeció esto también es mi hijo adolescente, que juega al fútbol, y sentía vergüenza cuando le preguntaban por mí», relata. Está enojado también y quiere hablar. Dice que se quedó con miedo de salir y que vive de esto, de vender en la calle. El miedo buscado por el Gobierno y los sentimientos encontrados rondan en forma constante.
(Fuente: AFP) Por Irina Hauser
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